Por Hernán Gálvez
Cuando conversas sobre periodismo con personas normales -o sea, todo ser humano no periodista- y les cuentas que en cualquier situación profesional que valga la pena es la noticia la que te persigue y no lo contrario, o se ríen condescendientes o simplemente cambian de tema, ya empieza este Hernán con sus frases armadas, sólo falta que nos venga con la cantaleta de que noticia no es que el perro muerda al hombre sino al revés.
Pero bueno, ya quisiera yo que fuera una frase armada, un cliché. Lo que atesoramos -ya sea en el campo profesional o afectivo- es lo que rompe la monotonía, para bien o para mal, y no lo que llena un horario, no un beso mecánico.
Tenía ya lista una columna sobre la invasión de “asilados” en Estados Unidos cuando una amiga me llama, desolada, informándome sobre la muerte violenta, pero, sobre todo, absurda, de un famoso actor y cantante peruano, Diego Bertie, la madrugada del pasado viernes 5 de agosto.
Ergo, chau asilados (por ahora) y habemus nuntium.
En las aulas de periodismo te enseñan que toda nota informativa debe estructurarse con el qué, el cómo, el cuándo, y el dónde. Lo primero que le digo a los potenciales dementes, alias “estudiantes”, es que se olviden de esas babosadas. Es como si escribieras poesía con un diccionario.
Cuenta la historia. Sólo cuenta la puta historia. Y trata de entenderla sin formulitas mágicas. Sólo así te leerán y, con suerte, te harás entender.
Y la historia aquí no radica tanto en la muerte de Diego, a quien probablemente no conoces -aunque tuvo una carrera internacional bastante exitosa- sino en el tema que su muerte ha resucitado, un tema tan antiguo como, oxímoron no intencionado, la vida misma: el suicidio.
La vida después de la muerte
El acto más importante que realizamos cada día es tomar la decisión de no suicidarnos.
Albert Camus
No se ha confirmado aún que Bertie se haya suicidado. Lo que se sabe es que cayó desde una ventana interna del departamento donde vivía, en el piso catorce. La información preliminar es que se encontraba solo.
Me llama la atención las razones esgrimidas tanto por quienes arriesgan la tesis del suicidio como por quienes la descartan, ecos intercontinentales que se repiten: sólo cambia el famoso o la famosa, un Robin Williams o una Marilyn Monroe, el mismo sonsonete con distinto acento: “¿Cómo podría haberse matado si se le veía tan feliz, si lo tenía todo?”, corean.
Increíble. A estas alturas seguimos intentando -el sempiterno miedo a lo desconocido- simplificar lo que no entendemos. El misterio de la vida es complejo, insondable. No decidimos nacer. El suicida decide, libremente, morir. ¿Cómo calificar lo que finalmente es, nos guste o no, una decisión libre?
Vergüenza no tan ajena, caí alguna vez en lo mismo. Hace tres años un expresidente peruano, Alan García, decidió matarse cuando agentes de la ley llegaron a su casa para arrestarlo. Lo tenía todo preparado: el arma, la nota de despedida. García fue un investigado de por vida; sus dos gobiernos previos estuvieron siempre bajo sospechas de corrupción. Y él prefirió la muerte antes de lo que él consideraba un deshonor: la cárcel.
La muerte de mi padre aún estaba fresca para entonces. Él había peleado sin descanso contra un cáncer que por 4 años evidenció todo lo que me había enseñado en 4 décadas. Esa batalla, ese amor por una vida que literalmente se desvaneció entre mis brazos, me condicionó: ¿cómo alguien podía preferir la muerte? ¿Cómo era posible que mientras uno se aferra a vivir con la poca fuerza física que le queda, el otro usa esa misma fuerza para jalar un gatillo y desaparecer?
Juzgar es tan sencillo como estúpido. Y es válido ser estúpido de vez en cuando. Lo negligente es acostumbrarse: podrías contagiar.
Una sonrisa es parte de un maquillaje; un mohín, unas gafas. Un saludo muestra dientes puede ser una costra estética cuyo nivel de infección sólo lo conoce el portador. Un huevo podrido puede lucir una cáscara prístina. García tuvo sus motivos, y aprendí a respetarlos. Incluso a entenderlos. Y ese aprendizaje no es producto del tiempo sino de las vivencias. Sólo viviendo entiendes la muerte.
“Tenía tantos proyectos, estaba tan lleno de vida.” Diego había ciertamente regresado a la música con tal éxito que tuvo que duplicar sus presentaciones. Había terminado de grabar un disco y estaba a punto de lanzarlo al mercado. Anunciaba futuros proyectos teatrales. ¿Y? Mantenerse ocupado o aparentar estarlo no es indicativo de felicidad ni menos aún de estabilidad emocional.
Diego concedió docenas de entrevistas pocos días antes de su muerte, donde se le veía no sólo jovial y “feliz”, sino sorpresivamente locuaz respecto a una sombra que lo había perseguido durante toda su carrera, un tema al que rehusó referirse en todos los idiomas y ahora, sin mayores remilgos, tocaba en televisión nacional: su homosexualidad. Y en particular, la confirmación de un romance antiguo con otro peruano no menos famoso: Jaime Bayly.
El escritor y periodista intentó durante décadas no sacar, sino desalojar del closet al actor a puntapiés. Un joven y ya genial Bayly dedicó un capítulo entero (“El Actor”) en su ópera prima “No se lo digas a nadie” a un Bertie (mal) disfrazado en el alias literario de “Gonzalo Guzmán”. El texto narra los amoríos de dos gays veinteañeros, uno periodista y otro actor, que deben ocultar su sexualidad por temor al escándalo. La saga sentimental continuó con “Fue ayer y no me acuerdo” y “Los amigos que perdí”, siempre con el periodista famoso, siempre con el galán temeroso.
Algunos dicen que Bertie evitaba el tema -contestaba malgeniado o dejaba entrevistas colgadas cuando le mencionaban a Bayly- porque nunca terminó de aceptarse, por algún tipo de vergüenza pudorosa. Esos mismos atrevidos vomitan que esa supuesta vergüenza fue la que provocó un suicidio aún no confirmado.
Otros, igual de descarados, confeccionan alelados una inimputable lista de descarte: tenía una hija, estaba enamorado, tenía dinero, tiene que haber sido un accidente.
Ni lo uno ni lo otro. Entiendan la historia no por su final, sino por sus capítulos.
Colofón
Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, una vida bien usada produce una dulce muerte.
Leonardo Da Vinci
Estoy seguro de que Diego, independientemente de su final, tuvo miles de sueños dulces en 54 años. Y sus inolvidables actuaciones (recomiendo en especial la película “Sin compasión”, basada en el Crimen y castigo de Dostoievski), sus dóciles melodías, me convencen de que su muerte está llena de vida, de dulce vida.
Dulces sueños. Hasta la próxima (vida).
New York, agosto del 2022