Por Hernán Gálvez
Ahora le tocó a Kansas durante las celebraciones por el triunfo de su equipo local en el Super Bowl: un tiroteo más, otro muerto más. ¿El aftermath?: la misma indignación, los mismos reclamos, los llantos en coro. Un calco de las desgracias pasadas. Cambian los escenarios, pero no las circunstancias: un lugar público y un victimario con pocas ganas de no hacerse notar
Y también parece un (lamentable) calco que reciclen la sempiterna discusión sobre el derecho de portar armas de asalto, como si ahí radicara el problema. La propuesta vino esta vez por parte del presidente Biden, y en pleno año electoral.
A ver: ¿un psicópata que planeó y ejecutó un atentado como este, va a detenerse porque exista una prohibición para comprar armas? ¿Dirá uy, mejor no mato porque ya no puedo comprarme una pistola, mejor me voy a jugar Play Station?
Al término de esta edición se cuentan treinta heridos y un muerto. Está casi descartado que se trate de un acto terrorista; sin embargo, no me creo la hipótesis más reciente de que los tiros pudieron haberse provocado por una trifulca entre fanáticos. Y no porque el ser humano no sea capaz de matar por semejante estupidez, sino porque no concuerda con el registro social y emocional con el que reacciona el fanático deportivo promedio en los Estados Unidos.
Esto huele a más de lo mismo: una mente enferma producto de, digámoslo sin miedo, una sociedad bastante enferma. Una sociedad cuyo presidente quiere curar un cáncer con una aspirina. La idea de atacar una bestialidad como la que acaba de ocurrir en Kansas prohibiendo las armas de asalto es tan bobalicona como cegar a un violador para que deje de violar, o matar al perro para que acabe la rabia.
Este asesino, quien quiera haya sido (hasta el momento hay tres sospechosos detenidos), al igual que el de las matanzas anteriores, sabía que las posibilidades de salir bien librado eran mínimas. No sólo quería ejecutar: quería que se sepa, que se note. Ser atrapado era la última de sus preocupaciones. Hagámosle caso pues al presidente: imaginen al asesino yendo a una tienda y que le prohíban la venta del arma. ¿Alguien podría pensar en serio que por eso recapitularía y regresaría a casa a prepararse un café, olvidándose del tema?
Por supuesto que debe existir un mejor filtro para otorgar un arma a un ciudadano de a pie. El examen psicotécnico es un chiste, y la revisión de antecedentes es mínima, ni qué decir de los precios: hay armas más baratas que un auto de segunda. Y tal como ocurrió con matanzas anteriores, si un estado prohíbe la venta, pues los perpetradores cruzan a otro y ya está, listo el pollo. Por no mencionar el inacabable mercado negro.
Los defensores de los “derechos” civiles siempre argumentan la tesis de la defensa propia. La libertad, pues, mal entendida. ¿Recuerdan la época del Covid? No existía ley alguna que multe y menos que encarcele a alguien que optara por no usar mascarilla. La seguridad comunitaria me importa un estornudo, mi libertad está primero.
Yo tengo derecho de defenderme si me atacan, si se meten a mi casa. Por supuesto. Pero el estado tiene el deber de protegernos y moldear una sociedad que minimice la aparición de taras. Erradicarlas por completo es imposible, pero sí se puede minimizar los riesgos y debe empezarse con la educación. Un niño aquí crece sabiendo que los cánones para su crianza no siempre los determinan sus padres, y muchas leyes promueven el enfrentamiento en vez de la armonía.
No prohíba la venta de armas, presidente. Eduque para que nadie la sienta necesarias. Que el horror no provoque un (otro) error.