Por Hernán Gálvez
hgalvez@me.com
“(…) no hay cosa como la muerte para mejorar a la gente.”
Jorge Luis Borges
No encontré mejor encabezado para esta columna que éste de manual de periodismo básico: murió Alberto Fujimori. Así me dieron y se esparció la noticia. Murió “El Chino”. Obedezco la única premisa a la que todo periodista le debe sumisión fanática: la noticia manda.
Y es que mi comisión era escribir sobre el debate Harris – Trump. Pero los hechos se anteponen a cualquier imprenta lista o pauta de noticiero.
Alberto Fujimori, como animal político y figura mediática, tuvo alcances internacionales. Para el mundo, fue aplauso y preocupación. Fue conveniencia e incomodidad. Fue buen vecino y el enemigo de al lado.
Para el Perú -disclaimer: soy peruano y viví el decenio fujimorista antes de emigrar-, Fujimori fue paz y guerra. Fue al mismo tiempo el responsable del fin de Sendero Luminoso, pero también el presidente despistado que pescaba en la selva mientras un comando de élite capturaba al terrorista Abimael Guzmán en un operativo que Fujimori desconocía.
Fue el artífice del despegue económico peruano luego del desastroso primer gobierno de Alan García, pero también el político improvisado que copió el plan de Mario Vargas Llosa cuando se dio cuenta que su improbable candidatura se convertía en una sorpresiva realidad: fue electo presidente.
Fujimori fue quien logró la paz luego de un insensato conflicto limítrofe con el Ecuador, pero también un vendepatria que regaló parte de nuestro territorio sólo para reelegirse. Fue quien mantuvo un país económicamente estable y atrajo inversiones extranjeras cuando Perú era poco menos que un apestado internacional por décadas, pero también fue quien nos colocó como la nación líder en corrupción y abuso de derechos humanos en Latinoamérica.
Fujimori fue vida al liderar el rescate de los rehenes capturados por el grupo terrorista Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, y así lograr virtualmente su aniquilamiento. Pero también fue muerte al permitir secuestros y asesinatos selectivos de inocentes -incluyendo niños- por parte de grupos paramilitares secretos bajo la excusa, paradójicamente, de esa misma lucha antiterrorista.
Conocí a los Fujimori de refilón cuando estudiaba la primaria en el mismo colegio de sacerdotes franceses donde asistían los hijos, incluida Keiko, hoy también candidata a presidente. Lo recuerdo silencioso, parco, con esa serenidad oriental que le beneficiaría tanto en el famoso debate que finalmente lo catapultaría a la presidencia contra un titán como Mario Vargas Llosa, nuestro nobel de Literatura.
Era prácticamente imposible que aquel mal llamado ‘chinito’ (Fujimori era de ascendencia japonesa) que masticaba un español incoherente, le ganara el debate y luego la presidencia al monstruo de las letras y el verbo, quien hasta el momento no solo lideraba las encuestas, sino que era de lejos la mejor opción. Fue una de sus primeras hazañas.
La muerte habla más de quienes sobreviven que de los propios muertos. Los que aún nos quedamos aquí guardamos esa pequeña ventaja, esa superioridad ridícula de seguir respirando. Ridícula porque lo único seguro que tenemos al nacer es que en algún momento moriremos. Y es una pena, independientemente de lo que Alberto Fujimori haya significado en tu esfera personal, ver cómo tanta gente en redes y publicaciones no puede contralar sus odios y miserias.
El mismo Vargas Llosa, quien tendría todos los motivos mundanos para aborrecer cualquier cosa que tenga que ver con el fujimorismo, tuvo la grandeza de apoyar la candidatura de Keiko Fujimori cuando competía contra el hoy preso por corrupción Pedro Castillo: estaba en juego el destino del Perú, puso primero su amor por la patria.
¿Y por eso Vargas Llosa dejó de pensar que el gobierno de Fujimori fue dictatorial y corrupto? ¡No! Y cuando eso ocurrió Alberto Fujimori aún vivía. Parafraseando al gran Borges, la muerte no mejora a las personas. Pero la vida, menos.
Aprovecha bien la bendición de seguir pensando. No hay nada más inelegante que respirar sin sentido. No fui, soy ni seré jamás fujimorista; mis opiniones y convicciones están intactas. Pero no odio ni a él ni a sus seguidores. El fanatismo es una tara mental que debemos extirpar ya. Tanto en la política como en la religión sólo ha causado atraso e incluso muertes.
Respetar la memoria no nos debilita. La tolerancia no es sólo productiva sino también un ejercicio intelectual. Les doy un ejemplo: si ocurriese un magnicidio contra Nicolás Maduro, lo celebraría igual a que si lo hubiesen detenido y capturado, pero no por su muerte sino por el resultado de esta: la liberación del pueblo venezolano.
Rafael Trujillo en República Dominicana: uno de los dictadores más despiadados de la historia, asesinado hace más de medio siglo por un grupo de disidentes con apoyo de la CIA. Sin embargo, hasta ahora, quedan miles de dominicanos que lo recuerdan con gratitud por sus logros económicos. ¿Qué hacemos, los odiamos? ¿Los apartamos porque somos reyes sin corona de la razón? ¿Qué tal si tan sólo los escuchamos y aprendemos a convivir entre la diferencia?
Suena a cliché, pero es tan cierto: el odio no lleva a nada. O sí, me equivoco: te lleva a vivir amargado, disfrazando tus frustraciones sobre falsas ‘convicciones.’ Entonces, debería suicidarme ahora mismo por haberme contradicho en un solo párrafo.
Dicen que Alberto Fujimori pidió ver un sacerdote antes de morir. Me hizo recordar al paganísimo Constantino suplicando ser confesado a punto de expirar.
Que lo que haya escuchado ese cura ayude al expresidente en esa transición que a todos nos espera. Ergo, descansa en paz, Alberto Kenya Fujimori.